D I N A – Atahualpa Yupanqui

 

Ojos indios, boca grande, dientes blancos y desparejos, manos fuertes y pies enormes. Así era Dina. La madre no podía atender a sus seis hijos. Entonces, Dina, hacía de madre de sus hermanitos, y de enfermera de su madre, que estaba tumbada hacía meses con “un aire en la espalda”. El padre andaba por esos cerros de nadie, trajinando de arriero, peón, limpiador de acequias, y cualquier otra cosa. Dina tenía doce años. Sólo hablaba para reprender a los changos, o  cuando corría a alguna oveja porfiada, o cuando los perros, en días lluviosos ganaban el mejor sitio de la cocina, junto al fogón de piedras. Después, callaba siempre. La madre no la hablaba nunca, y el padre muy a menudo llegaba con la cabeza revuelta por la bebida y la emprendía a rebencazos con ella, por cualquier motivo. En invierno y en verano igual. Siempre descalza. En crudas noches, llegaba la médica a asistir a la madre. Entonces, Dina, tomaba dos ponchos viejos y se tendía, echa un ovillo, bajo un árbol. Allá lejos, y dos mil metros abajo, blanqueaban en los días claros los ranchitos de la aldea. De vez en cuando sonaban algunos tiros en las quebradas. Eran los muchachos que salían a pillar perdices, huáypos y liebres. Una tarde, el tata de Dina llegó “machao”, y protestando:

_¡Cuándo te compondrás, mujer, pa mandarla a Dina a la ciudad! Me la han pedío pa criada. Allá ganará plata y se hará gente!_

Pero la pobre mujer no tenía remedio. Y murió cuando llegaba el verano.
El hombre cumplió con las ceremonias serranas del caso. Luego trajo una “parienta”
 
que se hizo cargo del rancho, y ordenó las cosas para enviar a Dina a la ciudad. Cuando la muchacha llegó a nuestra casa a despedirse, le deseamos suerte. Mis tías le regalaron algunas ropas y le dieron muchos consejos. Dina callaba. Pero cuando montó sobre el viejo burro, a la manera de adiós, y con los ojos bajos exclamó:

_¡ Rueguen pa que me muera…!_

Y partió. Mis tías se escandalizaron y esa frase de Dina fue el comentario de las dos semanas en todo el caserío. La habíamos visto nacer, por así decir. La vimos años trepando a las lomas con sus ovejas, correteando los burros. Desde nuestra casa, se dominaban las lomas vecinas y, por ellas andaba Dina, día tras día, juntando leñitas, o buscando en el chacral los mejores choclos, o por las tardes arreando la vaca lechera, azotando de vez en cuando las ancas de la bestia con una vara de sauce. Su bata azul y el viejo pañuelo amarillo sobre la cabeza, la destacaban de las cosas del cerro, en el que nació y del que nunca se había alejado más de una legua. Ese era su mundo. Sus juguetes fueron los perros y los borricos; sus ternuras, los hermanitos y la madre enferma; sus temores, el padre, y algunas voces que tienen los vientos del otoño en esas regiones. No era extraño, entonces, que mi corazón no participara del horror de mis tías cuando esa tarde, Dina, camino de abajo, hacia la ciudad, dijera lo que dijo:

_¡ Rueguen pa que me muera…!_

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Una resposta a D I N A – Atahualpa Yupanqui

  1. Jordi ha dit:

    Del libro \’Aires Indios\’

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